Con Eduardo Laporte comparto, además de la vocación literaria, código postal. El 28038 de Madrid no es una cifra, sino una parada de avituallamiento de nuestro particular camino de Damasco hacia la enésima reconversión o, al menos, reinvención. He de reconocer desde aquí, te lo reconozco, Eduardo, que saberte no muy lejos de mi callejón y aunque no nos veamos lo que debiéramos –creo que esto va con la penitencia−, es siempre un abrigo.
Gracias, caro. Fíjate; lo he pensado también. Esa vecindad que, aunque no ejercida como nos gustaría, está ahí. Es una idea que me ronda: el influjo que tiene, en la vida cotidiana, la posibilidad. La oportunidad. Madrid, su encanto, pasa por eso: el lugar donde todo puede pasar. Y, ojo, a veces pasa.
¿Cómo surge la idea de este retrato de Battiato? ¿La iniciaste por cuenta propia y como una entrada más de esas pinceladas diarísticas a que nos acostumbras y fue cogiendo tamaño y ritmo hasta ese punto compositivo, ya, de no retorno?
Surgió en un momento concreto y en lugar concreto. Hacia las nueve de la mañana del 18 de mayo de 2021, en mi campamento base vallecano del 28038, cuando un amigo me comunica la reciente muerte de Battiato. De pronto, siento el impulso de conocer su vida, de adentrarme en él más allá de la obra y le propongo a Ramiro Domínguez, editor de Sílex, el proyecto. No estaba claro que fuera a llegar a buen término, pues hubo antes otros proyectos en los que me desfondé, pero la fuerza Battiato me guio hasta el punto final, a finales de septiembre. Una biografía escrita a salto de mata, con no pocos elementos en contra (las casi inexistentes fuentes en español, por ejemplo), pero abordada, curiosamente, con calma, quietud, presencia. La de Battiato, claro.

Se habla en el prólogo de la vida de recogimiento que llevó el gran genio que fue Battiato; ¿son una cama dura y un presente pálido armas con que escapar de la estulticia con que, como sociedad, lo impregnamos todo?
Battiato abrazó el Cuarto Camino de Gurdjieff precisamente porque ofrecía una senda de sabiduría distinta a las penosidades del yogui, el monje o el faquir. La idea, tentadora, de emprender un camino de perfección pero que no tenga que ir de la mano de un viacrucis de mortificación. Es el sendero del medio del que habló Buda. El prologuista se refiere más bien de manera simbólica a cierta tendencia espartana del Battiato frugal y meditador pero que, como hombre de contrastes, tampoco se privó de «las alegrías cotidianas».
Señalas, también, y casi a modo de panegírico que urgiese difundir como palabra beatífica, que el gusto por el músico te hace pertenecer a “una tribu abierta y discreta”. ¿Pueden ser esa una óptica de vida que convendría aplicar de forma generalizada, la de situarse del lado accesible, llano, sencillo, de las cosas?
Pues no suena nada mal cómo lo describes. Un darle la vuelta al lado salvaje de la vida de Lou Reed. Los que atesoramos demasiadas noches no siempre bien invertidas, empezamos a valorar ya otras texturas; ese mundo sutil que cito a menudo en el libro y que produce un bienestar más filtrado, más de largo aliento. ¿Holístico? Suena un poco a dependiente de herboristería pretencioso, pero venga, por qué no. De eso va también la ‘vía battiato’; de acabar con nuestro yo fragmentario y aspirar a una unidad. Al centro. Recordemos que yoga significa unión.
A mí, que me unen lazos casi de sangre con Italia y que he pasado muchas horas observando su manera de hacer, decir, pensar, reconozco tanto en su manera musical como dramatúrgica y cómica una clarísima indisolubilidad respecto de “lo hablado”, del protagonismo fonético, que a veces es histrionismo y otras veloz farfullería pero que siempre sella una identidad teatral. De manera que ni Fantozzi era sólo un humorista, ni Caparezza es un rapero ni Maccio Capatonda un actor. Esto me pasa a mí también con Battiato: nunca acabé de considerarlo solamente un músico.
Y haces bien, porque de hecho se le puede etiquetar, objetivamente, como muchas cosas más: pintor, director de cine, místico, político efímero… Si bien es cierto que la música atraviesa su vida desde muy temprano —dice que sintió la vocación con apenas dos años, según le dijeron en su familia— y que su lema de juventud será «música, música, música», Battiato es un ser curioso, un tanto culo inquieto, al que también le cuesta renunciar a sus otros yoes, a la excitación de poder brillar en otros campos. También está el placer de romper el propio estereotipo. Y de ejercitar la libertad, porque si algo es, fue, Battiato, es un ser libre, cualidad esta que indudablemente ejerció un hechizo y me unió a su causa.
¿Hay algún tipo de música que no hiciera Battiato? Ligera, étnica, culta, rock progresivo e incluso música clásica; ¿de qué crees que era reflejo esta necesidad de transversalidad entre géneros?
La verdad es que tenía algo de polimúsico. De promiscuo de los géneros. De insaciable experimentador de las ensaladas creativas más audaces que, y aquí está su mérito, no sólo eran muy digestivas y nutritivas sino que abrían, abrieron, nuevos campos en la música popular que espero tengan el merecido relevo. De mi trabajo de investigación, me quedo también con la posibilidad de haber escuchado a fondo sus discos de los setenta, los experimentales, donde encontramos no pocas perlas.
En una entrevista que le hace Irene Hdez. Velasco lo sitúa como una de las más importantes personalidades del panorama cultural patrio, “este sicialiano de sesenta y nueve años y aspecto dandi (pañuelo anudado al cuello, chaqueta de terciopelo, gafas de pasta y zapatillas de deportes) es en realidad un tipo inclasificable”. ¿Crees, Eduardo, que esta clase de “tipos”, de “tipas”, se han extinguido definitivamente? ¿Es la condición póstuma madre exclusivamente paridora de individuos gregarios, serviles, desinteresados e ignorantes? ¿Qué camino señalarías como senda de reconstrucción? ¿Podemos darle aún la vuelta a esto?
Sería interesante analizar cómo sería Battiato si su figura hubiera emergido hoy. ¿Hubiera hablado de su «racismo» que no le deja ver «los programas demenciales con tribuna electoral? ¿Opinaría, como hace poco Santiago Auserón, que vivimos rodeados de «basuras musicales»? ¿Reconocería con tan abierta sinceridad poética que «el animal que llevo dentro no le ha dejado nunca ser feliz»? Nunca lo sabremos, pero en cualquier caso podemos felicitarnos de contar con su legado, el de alguien que hizo siempre lo que quiso, y que también tuvo en cuenta a los demás en su producción creativa, lo cual le hizo crecer como músico, como artista, como persona. Porque Battiato es un ser realizado. Alguien que logra vencer sus propios tormentos para alcanzar una libertad no solo creativa sino individual. Ese fue uno de los grandes hallazgos con los que me topé al escribir En presencia de Battiato y que contribuyeron a ampliar mi admiración por él.
A la muerte de Battiato, recoges en el libro, Villa Grazia, su casa, se convierte en Casa Museo. Precisamente estoy leyendo Goya en el país de los garrotazos, de Berna González Harbour, y refiere, como marca de España, que con la desaparición del genial pintor nadie protegió la Quinta del sordo, su finca de orillas del Manzanares –en las paredes de cuya casa, por cierto, pintó directamente sus célebres Pinturas negras−, la cual dejó en herencia a su nieto, que la maltrató. ¿Es esto todo lo que España tiene para ofrecer a sus mitos? ¿Una cutre placa conmemorativa bajo la que sestean probos bares de barrio?
Interesante reflexión. Ahí están las luchas para salvar Velintonia, la casa de Vicente Aleixandre, cuyo destino me temo sigue incierto o poco halagüeño. U otra desidia significativa, descubierta tras la lectura de La edad imperfecta, en la que Agustín Alonso G. retrata la vida de Garcilaso de la Vega que apenas cuenta con una discreta estatua en Toledo a su más grande poeta. En Francia quizá pequen de chovinistas, pero a este lado de los Pirineos pecamos de un fenómeno contrario, que merecería un neologismo cargado de mordiente. Aunque creo que nos estamos curando de eso: ahí están los recientes centenarios de Galdós o Delibes, cargados de actos y homenajes creo que sentidos.
Hoy, con unos cuantos años de oficio literario cumplidos, ¿qué va opinando Eduardo Laporte sobre él mismo, y, sobre todo, qué resto de naufragio/chaleco salvavidas al que aferrarse le queda aún en las proximidades?
Los asideros son importantes, en efecto. Con el paso de los años, trato de hacer mía una reflexión que lanzó Eric Clapton en su biografía y que vuelco en mi retrato battiatiano. Tiene que ver con un descubrir lo valioso de hacer las cosas por el mero placer de hacerlas, con las mejores herramientas posibles, con la mejor dedicación, sin pensar en conseguir nada. Mantener viva esa llama alimenta un combustible fundamental para nuestra supervivencia emocional: la ilusión cotidiana. Eso, y el mero disfrute de estar vivos, de paladear, en la medida de las posibilidades, las distintas texturas y sabores que nos ofrece la vida. Es el espíritu que traté de impregnar en mi libro anterior, el de Tiempo ordinario: la búsqueda de esa vibración que impregna a las cosas y las gentes y que está a nuestro alcance. Quizá a eso se refería el citado Gurdjieff cuando nos exhortaba a despertar.
¿Qué proyectos nuevos tienes en el horizonte?
En lo literario, seguir piano piano con la redacción del Diario a ninguna parte, que progresa adecuadamente, y rescribir una novela que afronté durante el primer año de pandemia, y que lleva por título Los luteranos. En lo vital, salir de cierta cuerda floja económico-laboral que ha tenido mucho de deporte de riesgo, con sus dosis de aprendizaje, pero que creo que toca dejar atrás.
Martín Parra.